¡Mierda!

Suena el despertador. ¡Mierda! Es lunes, hace frío y hace sueño. Apetece cualquier cosa menos levantarse para ir a trabajar. Me hago el remolón un buen rato hasta que decido levantarme. Me ducho, me afeito, medio desayuno y salgo de casa. Ya voy tarde.

En el rellano de la escalera coincido con un vecino. Intercambiamos las típicas frases sobre los lunes y el frío hasta que llega el ascensor. Entramos. La conversación se estira hasta que el tipo parece descubrir en mí una extraña expresión mezcla de sorpresa y asco.

En ese momento, blandiendo una bosa de plástico blanca, me explica que su niño ha pasado muy mala noche porque el pobrecito tiene gastritis. Yo me limito a asentir mientras intento comprender que necesidad tenía de reforzar sus palabras zarandeando a la altura de mi pecho una bolsa llena de mierda. De bebé, pero mierda.El vecino baja del ascensor con su carga radioactiva y yo continúo hasta el parquing en un ascensor cargado de radioactividad. Aprovecho para batir mi marca personal de apnea mientras maldigo, uno a uno, los minutos que pasaron desde que sonó el depertador hasta que decidí levantarme. Porque uno, uno solo de esos minutos, hubiese bastado para no empezar la semana comiendo mierda.
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